El tiempo se ha comido los zapatos con los que tanto paseabas por las calles recién fregadas del amanecer.
Aún hay niños corriendo por el parque, jugando a la guerra que no conocen, que está por venir.
El sol sigue iluminando aquellos días que pasan en silencio, sin hacerse notar.
El reloj siempre tiene hambre, mastica constantemente, a trozos pequeños, pedazos de mi carne, hinca sus colmillos en los músculos más duros por naturaleza. Y así, me vence, me domina su impaciencia.
Tengo que vomitar vida.
Tengo que abrazar las notas rítmicas y hermosas que toca tu corazón.
Tu corazón, colibrí alegre y azul, inquieto ser que busca ser aire. Y así late, como el aire, como si fuera a veces viento, otras brisa sencilla y amable.
Tendría, antes de que se me haga tarde, que escribir todas las cosas que no te digo, porque nos apremia la mañana y la noche nos espera cansada. Esas cosas que creo que sabes pero nunca pregunto. Cosas sencillas, banales.
Tengo volver a la playa infinita.
Los bañistas eran simples sombras minúsculas en la distancia. Caminar sin tregua por la playa sería buena idea, hasta sentir las piernas cansadas y sentarnos en la orilla y dejarnos llevar por el mar, sus constantes olas y, quizás morir, a finales de mes.