Tiras de volantes verdes marinos, rosas, gatos
escuálidos, olas altas como montañas, colgados de la pared de la casa. Huele
siempre a sal Incluso las sábanas blancas.
El
mar parece dormido, los barcos anclados, el viento no llega esta tarde. Lamidas
todas las rocas por una boca insaciable. Desde el patio donde se acumulan las
macetas desconchadas, se percibe la tarde columpiándose en las colinas de la orilla.
Desde
el patio donde quedaron atrapados los insectos del verano se evocan los soles
que iluminaron tantos días espantando diablos, soñando detrás del patio.
Huele
a sal, a pesar de los árboles desaparecidos y de los perros aplastados por la
prisa; sigue oliendo a sal.
Tras
la puerta entornada la luz penetra, violando la intimidad de la soledad,
arrebatando la virtud del silencio. Cuando la luz entra, los niños se levantan,
espían los pecados que no perdonarán nunca. Tras la puerta entornada también
huele a sal, a primer sabor, a primer beso prohibido e incestuoso. También
huele a orilla: miles de gaviotas devorando montañas de basura.
Puede
que se continúe este paisaje hacia los lugares más remotos y lejanos, puede que
nunca encuentre la casa la puerta abierta, para liberar la lluvia comprimida en
las habitaciones.
Puede
ser.
Sin
embargo ya no queda nadie. Todos huidos, y en la rápida lucha se dejaron ropa,
libros, pensamientos, como restos de una batalla; esparcidos por los rincones.
Murieron
los niños. Solo quedan ecos de sus voces. El llanto solitario de uno que tiene
hambre, el despreciable gesto del que no comparte la crueldad de los niños
también se quedó pegada a los retratos.
Tras
el único ojo asombrado del alcohol se quedó el gesto afectuoso, el último que
vio la boca de la niña.
Tras
todos esos vidrios rotos puede que se encuentre el amanecer escapado. Ese
amanecer casi perfecto, estallando colores que nunca pudieron ver mis ojos en
aquel entonces.
En
la lejanía, se oye la música, invadiendo las entrañas de las lagartijas del jardín.